Comentario
En la etapa de la Ilustración las artes industriales cobrarán un desarrollo inusitado en España, alcanzado su esplendor en los reinados de Carlos III y su hijo. El gusto por las artes decorativas se acrecienta en las cortes europeas a fines del siglo XVIII, en las que el lujo superfluo y el deseo de poseer cosas pequeñas y exquisitas se extiende entre la nobleza y la alta burguesía, desde Portugal hasta Rusia.
El cristal y el vidrio participan en la renovación de las formas, por ello Felipe V funda en las proximidades del Palacio de La Granja una fábrica dedicada a la elaboración de piezas vítreas. Con la llegada, al mediar el siglo, de un equipo de alemanes se perfeccionan las técnicas y los modelos, entre los cuales, después de 1790, destacan los que presentan formas y decoraciones clasicistas. Después de la Guerra de la Independencia, aunque se intenta reponer las pérdidas ocasionadas en la contienda, la producción decae; tan sólo las famosas lámparas logran prestigiar el vidrio de La Granja.
La porcelana española, en la etapa de la Ilustración, alcanza una altura considerable en el ámbito europeo gracias a la fábrica del Buen Retiro y, más tarde, a la de la Moncloa. La primera fue fundada por Carlos III en 1759, trasladando con su equipaje desde Italia los enseres y herramientas necesarias. También trae alguno de los mejores técnicos que, al poco tiempo, ponen en funcionamiento los obradores madrileños. Si las primeras piezas son aún rococó, en el último período (1798-1805) sobresalen las figuritas en gres inspiradas en la mitología clásica. La Fábrica de la Moncloa fue creada por Fernando VII en 1818, incorporando a los mejores artistas y técnicas del Buen Retiro. Sin embargo, fue su mujer Isabel de Braganza quien la impulsó, ya que en Portugal había demostrado su entusiasmo en el coleccionismo de piezas de cerámica y porcelana. El inteligente y elegante Bartolomé Sureda, amigo de Goya, era quien dirigía la fabricación de piezas en las que la decoración chinesca se apartaba de lo rococó para adentrarse en el romanticismo. Mientras tanto, en la zona valenciana (Manises) la decoración iba envolviendo a las piezas de un romanticismo de sabor popular. En Sevilla, en la Fábrica de la Cartuja, y en Galicia, en Sargadelos, hacia 1845, técnicos ingleses incorporaron el romanticismo de su isla a la Península Ibérica.
Indudablemente, una de las producciones artístico-artesanales de la época ilustrada es la elaboración de tapices en la Real Fábrica de Santa Bárbara, la cual, fundada por Felipe V, cobra su esplendor en el reinado de Carlos III gracias a la dirección de Mengs y Francisco Bayeu y a la colaboración de pintores, entre los que destacan Goya, Ramón Bayeu y José del Castillo a través de sus cartones, y a un equipo de técnicos dirigidos por la familia Van der Goten y Stuyck. Se trata de una de las escasas factorías que, al retorno de Fernando VII, vuelven a ponerse en marcha aunque sin el impulso anterior.
La platería, si bien continúa en manos de particulares, durante el reinado de Carlos III adquiere un esplendor comparable al de sus mejores momentos, naciendo nuevos talleres y perfeccionándose las técnicas por medio de métodos industriales. Sobre todo la plata civil alcanza un gran desarrollo: escribanías, centros de mesa, cuberterías... Con estas piezas comienza a desaparecer la rocalla y la tarja, surgiendo grecas y otras decoraciones neoclásicas. Las primeras obras que conocemos dentro del estilo neoclásico son las ánforas destinadas a óleos de la catedral de Burgos (1771), labradas por el platero radicado en Madrid Domingo de Urquiza. Este trabaja también el bronce, efectuando algunos de los más bellos adornos que se hacen para los muebles de los palacios reales, en donde demuestra conocer las modas francesas. Sabemos que desde 1769 estaba al servicio de Carlos III.
Nueve años más tarde se establece en Madrid el aragonés Antonio Martínez, fundando la Escuela de Platería, que será pronto reconocida por Carlos III, concediéndosele el privilegio de examinar y expedir títulos de maestro. Martínez había recibido su aprobación en 1747. Poco después, con la ayuda real, completa su formación en París y en Londres, donde no sólo aprende las nuevas técnicas de la fabricación de la plata y el oro sino que también se especializa en la bisutería fina y aprende a construir maquinaria. Su habilidad técnica es paralela a su exquisito gusto. Si bien se perciben influencias inglesas y francesas en sus obras, indudablemente, Martínez aporta una personalidad propia a la platería. Después de su muerte la producción de la fábrica mantiene su ritmo; sin embargo, las formas se repiten y la calidad va decayendo hasta la desaparición de la famosa Platería Martínez en el madrileño Paseo del Prado.
Entre las numerosas fabricaciones artesanales españolas, citaremos la rejería y la elaboración de abanicos. La rejería doméstica va a lograr un gran impulso en España durante la primera mitad del siglo XIX: en Barcelona y en Madrid, lo mismo que en otras ciudades españolas, los balcones son adornados por estructuras férreas, algunas de las cuales adquieren formas y ornamentaciones de delicada belleza. A lo largo del siglo, éstas pasan de la simplicidad clásica a la ornamentación dinámica del romanticismo en la que vuelven a surgir elementos inspirados en los grutescos renacentistas y en las cardinal góticas.
Una producción artesanal muy distinta a las anteriores es la fabricación de abanicos. Va a dinamizarse especialmente hacia 1845 cuando, en plena época romántica, este artilugio es utilizado por todas las clases sociales. Así, en Andalucía los hombres usaron ejemplares más pequeños que los femeninos. El joven Manet retrata a Lola de Valencia con un abanico en la mano, y Teófilo Gautier señala que a ninguna mujer española, por pobre que sea, le falta un abanico. Es en el País Valenciano donde su producción se intensifica y se logran los ejemplares más apreciados, que proceden del taller de José Colominas, fundado en 1840.